La historia tiene su inicio
en Elsinor, Dinamarca.
(Ya saben dónde está eso:
en la Europa escandinava,
según se entra a la derecha.
Si no, mírenlo en un mapa).
Sus protagonistas son
un príncipe y el fantasma
de su padre, y un tío suyo,
y una reina casquivana
y muchos más personajes
que al autor le dio la gana
de incluir en su tragedia
por una razón muy clara:
en aquella época había
mano de obra muy barata
y, para tener actores,
con dar sólo una patada
en el suelo, salían miles
a hacer lo que hiciera falta.
En fin: al príncipe dicen
que su padre, el rey, en bata
se aparece por las noches
y asusta mucho a los guardias.
Que si no pone remedio
es muy posible que hagan
una huelga los soldados
del turno de madrugada
o que pidan incrementos
al recibir la soldada
por la peligrosidad
y visionado de ánimas.
Resuelto a aclarar el lío
coge Hamlet una manta
—que en enero en ese sitio
se te quedan congeladas
partes de tu anatomía
que no es correcto nombrarlas—,
se toma un té bien caliente
y va a ver qué diablos pasa.
La luz está medio pocha,
hay una niebla que espanta.
El padre sale y a Hamlet
casi del susto lo mata.
«Sombra, di por qué de noche
te apareces a las tantas»,
dice el príncipe. Y la sombra
responde, tras una pausa,
con voz que deja entrever
una miajilla de guasa:
«¿Qué voy a querer, estúpido?
Es obvio: quiero venganza,
que es lo que pedir solemos
en estos casos las almas.
¿O crees que aparezco así
para pedir ensaimadas?»
[...]